viernes, mayo 2, 2025
InicioOpiniónLa paz fragmentada: crónica de una estrategia en disputa entre ideales y...

La paz fragmentada: crónica de una estrategia en disputa entre ideales y armas

Colombia parece atrapada en una paradoja histórica. A pesar de haber firmado uno de los acuerdos de paz más complejos y ambiciosos del mundo en 2016, el país sigue enfrentando múltiples conflictos armados, con nuevas siglas, viejos mandos y renovadas formas de violencia. La llamada “Paz Total”, bandera del actual gobierno de Gustavo Petro, ha querido convertirse en una política de Estado que ofrezca soluciones definitivas. Sin embargo, los hechos recientes revelan que más que un camino hacia la reconciliación, lo que se ha instalado es una peligrosa confusión entre voluntad de paz y permisividad con el crimen.

El presidente lo dijo con claridad: hay dos tipos de frentes en las disidencias armadas —los que quieren dialogar y los que sabotean la paz -. Los primeros, según él, están estableciendo zonas de concentración, pactando CONPES de desarrollo territorial y comprometiéndose con un proceso negociador. Los segundos —especialmente los comandados por alias “Iván Mordisco”— habrían perdido control en el Micay, estarían huyendo de la ofensiva militar y serían responsables de ataques terroristas como el ocurrido en La Plata.

Porque mientras se negocia con unos frentes, otros siembran el terror. La Plata, Mondomo, Toribío o Tibú son nombres que se repiten en informes humanitarios, en comunicados oficiales, en denuncias ciudadanas. Son zonas donde los explosivos caseros se plantan en caminos veredales, donde se masacra a civiles en Semana Santa, donde se persigue a quienes no se pliegan al poder armado. Allí, la población civil es la que carga con las consecuencias de una guerra que no distingue entre combatientes y no combatientes, entre “diálogo” y “delincuencia”.

En paralelo, se informa sobre el desmantelamiento de más de una tonelada de explosivos, la captura de alias “Tumaco” en Cali —ligado al narcotráfico y a crímenes graves— y la colaboración de las autoridades venezolanas para acorralar al ELN. A simple vista, podría parecer que el gobierno avanza en su objetivo. Pero una lectura más profunda y conectada con lo que ocurre en los territorios rurales revela una situación mucho más preocupante.

Paz sin justicia: la sombra de la impunidad

En regiones como Cauca, Nariño, Putumayo, Catatumbo y la Sierra Nevada, los grupos armados —algunos cobijados bajo la figura de actores políticos, otros como estructuras criminales— siguen ejerciendo control territorial, económico y social. Las comunidades viven entre amenazas, extorsión, desplazamiento forzado y masacres. La Defensoría del Pueblo reportó recientemente que lo sucedido en Tibú, con más de 36 mil personas desplazadas, constituye el mayor evento de desplazamiento forzado desde que se tiene registro institucional. Mientras esto ocurre, la atención del gobierno se centra en las negociaciones con los grupos armados, dejando a las víctimas, otra vez, en segundo plano.

Aquí surge una pregunta clave: ¿se puede construir paz sin garantizar justicia? La ley 2272 de 2022, que sustenta la “Paz Total”, establece que se debe procurar una paz estable, con garantías de no repetición y derechos para las víctimas. Sin embargo, los hechos actuales no cumplen esas condiciones. Las zonas de concentración pactadas con algunos frentes armados han sido denunciadas por comunidades que no fueron consultadas; las estructuras criminales se fragmentan para entrar como “interlocutores” en procesos de diálogo; los cabecillas siguen ejerciendo poder, muchas veces desde las sombras, mientras se les otorga estatus político o se suspenden órdenes de captura.

¿La política de la espada y la rosa?

En sus intervenciones, el presidente oscila entre un tono combativo —destacando golpes militares, derrotas a estructuras ilegales y agradecimientos a las fuerzas armadas— y una narrativa simbólica, casi romántica, cuando habla de los actores en diálogo y de figuras como Camilo Torres o al “amor eficaz”. Esta ambigüedad puede ser políticamente útil, pero en términos de seguridad y legitimidad es profundamente dañina.

Uno de los casos más polémicos es el que se vive con el ELN. Sin olvidar lo que nos enseñó estas décadas de confllicto interno: que la violencia no es un medio válido para hacer política. Desde la Constitución del 91, y especialmente después del proceso con las FARC, la sociedad colombiana rechaza de forma casi unánime la lucha armada como vía de transformación. Otorgarle al ELN un aura revolucionaria hoy, es desconocer su papel en el secuestro, la minería ilegal, el narcotráfico y el sometimiento violento de comunidades.

Peor aún, es desconocer a las víctimas que ha dejado a su paso. Las masacres del Catatumbo, las explosiones en Arauca, los ataques a oleoductos, las extorsiones sistemáticas en Nariño, no pueden justificarse bajo ninguna causa ideológica. El “amor eficaz” no vuela en drones cargados de explosivos. Es necesario trazar una línea ética firme: ningún grupo que atente contra la vida civil, que desplace a poblaciones o que perpetúe economías ilegales puede ser considerado actor político. Hacerlo, es institucionalizar la violencia.

El error de multiplicar interlocutores

Otro de los efectos colaterales de la “Paz Total” es la inflación de grupos armados. En menos de tres años, Colombia ha pasado de dialogar con cinco estructuras armadas a involucrar a nueve. Algunas de estas, como las bandas de Medellín o Buenaventura, no tienen ningún componente ideológico, pero ahora son parte del portafolio negociador. Esta estrategia, que en principio busca la reducción de la violencia urbana, puede estar generando el efecto contrario: que otros grupos se armen o se fragmenten para entrar al proceso, buscando beneficios jurídicos y protección temporal.

Al final, el mensaje puede resultar peligroso: en Colombia, quien se arma tiene más oportunidades de negociar con el Estado que quien trabaja por la paz desde el territorio. Y si bien se argumenta que todos los esfuerzos son válidos para evitar más muertos, el resultado hasta ahora ha sido un aumento de la violencia, mayor inseguridad y desplazamientos sin precedentes.

Una paz que necesita cambiar el rumbo

La paz sigue siendo una necesidad urgente en Colombia. Pero la forma en que se busca alcanzarla hoy requiere correcciones profundas. Se necesita una política que distinga con rigor entre lo político y lo criminal, que priorice la protección de la sociedad civil, que ponga a las víctimas en el centro del proceso y que fortalezca a las instituciones judiciales para garantizar que la verdad, la justicia y la reparación no sean promesas vacías.

Es hora de replantear la estrategia. No para renunciar a la paz, sino para construir una que sea real, legítima y sostenible. Una paz que no nazca del chantaje armado, sino del respeto a la vida y al Estado de derecho. Una paz que no legitime al victimario ni abandone al sobreviviente. Una paz con memoria, con garantías y, sobre todo, con dignidad. Porque los colombianos no quieren más guerras disfrazadas de reconciliación. Quieren justicia, verdad y un futuro sin miedo.

Y eso —nos guste o no— exige mucho más que discursos y mesas de negociación. Exige decisiones valientes, límites claros y un Estado que no le tiemble la voz para decir que la violencia, venga de donde venga, no es aceptable. Nunca más.


Previous Next

🛒 ¡Descubre la tienda de El Radar del Sol!

Lleva contigo un mensaje. Cada prenda apoya el periodismo libre, valiente y sin filtros.

ENTRAR A LA TIENDA
Felipe Andrés Criollo
Felipe Andrés Criollohttps://www.elradardelsol.com
Comunicador Social - Periodista, Especialista en Pedagogía de la Virtualidad, Maestrante en Pedagogía Social. Docente universitario. Correo: crifean@gmail.com
ARTÍCULOS RELACIONADOS

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

- Anuncio -spot_img

Lo más Popular