Cuando el presidente Gustavo Petro afirma que la corrupción desató el resurgimiento armado en Colombia, no habla solo de contratos, sobornos o favores políticos. Habla de una arquitectura institucional construida para garantizar impunidad, pactada entre élites políticas y empresariales. Hoy, con nombre propio —el de Néstor Humberto Martínez, exfiscal general— Petro puso en el centro del debate una verdad incómoda: que la justicia pudo ser secuestrada para proteger a Odebrecht y a los poderosos, y que ese encubrimiento terminó por dinamitar los pilares del proceso de paz.
El fiscal que venía de la banca y de Odebrecht
El nombramiento de Néstor Humberto Martínez como fiscal general de la Nación en 2016 fue presentado como un acto técnico. Pero detrás del perfil de jurista reposaba un conflicto de interés monumental: había sido abogado del Grupo Aval, conglomerado del banquero Luis Carlos Sarmiento Angulo, socio de Odebrecht en la Ruta del Sol II. También asesoró a la multinacional brasileña en temas contractuales en Colombia. A pesar de ello, fue elegido por el entonces presidente Juan Manuel Santos como jefe del ente acusador, justo cuando estallaba el escándalo de sobornos más grande de América Latina.
Los hechos no tardaron en confirmar los temores: la justicia colombiana, a diferencia de la brasileña, estadounidense o peruana, se movió con una lentitud sospechosa frente a Odebrecht. Mientras en otros países cayeron expresidentes y altos funcionarios, en Colombia la investigación fue selectiva, incompleta y plagada de silencios. Incluso las pruebas entregadas por Estados Unidos a través del Deferred Prosecution Agreement (DPA) no se utilizaron en su totalidad para judicializar a los verdaderos beneficiarios de los sobornos.
Entrampamientos y ruptura de la paz: ¿una fiscalía al servicio del sabotaje?
La acusación más grave que lanza Petro no es solo el encubrimiento de Odebrecht, sino el presunto uso político de la Fiscalía para deslegitimar el proceso de paz. Martínez, según el presidente, habría fabricado casos contra excombatientes firmantes de la paz para forzar extradiciones, socavar la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y fracturar las confianzas. Lo hizo, dice Petro, obedeciendo a un régimen que se resistía a la reconciliación nacional.
Los casos de Santrich e Iván Márquez, figuras clave de la negociación de La Habana que volvieron a la clandestinidad, estarían relacionados con ese entrampamiento. En su momento, múltiples sectores denunciaron irregularidades en la captura de Santrich y la supuesta manipulación de pruebas por parte de la DEA y la Fiscalía. A la postre, la desconfianza provocó una fractura irreversible en el acuerdo de paz.
¿por qué no llegaron las pruebas de EE.UU.?
Petro exige que esas pruebas se traigan para judicializar a quienes en Colombia siguen libres, algunos en cargos públicos y otros en influyentes consejos empresariales.
El silencio institucional es ensordecedor. Nadie explica por qué las confesiones hechas ante autoridades estadounidenses no han sido usadas en Colombia. La respuesta, según Petro, es simple: la ANI fue capturada por intereses contrarios a la transparencia. Una afirmación que si se comprueba, revelaría un pacto tácito de impunidad entre entidades estatales y contratistas corruptos.
Un Estado contra sí mismo: el régimen de la corrupción
El mensaje de Petro es más estructural que personalista: acusa que el Estado está tomado por una élite que ha hecho de la corrupción su forma de gobierno. “Un régimen de corrupción de facto”, lo llama. Y ese régimen, denuncia, no solo saquea el erario, sino que censura, impide el acceso a la verdad y debilita la democracia desde sus raíces.
La cifra que entrega el presidente es dantesca: hasta 20 billones de pesos perdidos solo en el sector salud. Y lo más grave, según él, es que los medios tradicionales, la justicia y parte del aparato estatal actúan como cómplices pasivos de esa expoliación sistemática.
¿Puede un presidente combatir desde adentro un sistema que lo rodea, lo boicotea y lo aísla? Gustavo Petro ha asumido el riesgo. Con sus declaraciones, rompe los pactos de silencio que por años han protegido a una élite político-empresarial intocable. Pero también abre una guerra institucional de grandes proporciones: contra exmandatarios, exfiscales, empresarios y burócratas que hoy controlan buena parte del Estado.
El caso Odebrecht no es un capítulo cerrado. Es la piedra angular de una verdad que podría explicar por qué la paz se fracturó, por qué la corrupción sigue rampante y por qué en Colombia la justicia parece servirse fría… pero solo para los de ruana.
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